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Intercambio Pandemmial

Crónica de un encierro en el extranjero


Llegué a Buenos Aires el 26 de febrero del año que a todos nos cambió la vida: el 2020. Los meses anteriores me los había pasado en trámites burocráticos universitarios. Me tomó dos convocatorias obtener este intercambio. Hubo un punto en el que ya ni siquiera me emocionaba conseguirlo, pero un día amanecí con una notificación en el correo que contenía como archivo adjunto mi carta de aceptación a la Universidad de Buenos Aires. Ya era un hecho, pasaría el siguiente semestre en Argentina. Entonces la emoción regresó.

Al día siguiente llegó otro correo, una chica llamada Ximena había recibido mi carta de aceptación junto con mi email. Siendo que seríamos las únicas dos alumnas de la UNAM que iríamos a la carrera de Artes en la Facultad de Filosofía y Letras, pensó que sería conveniente estar en contacto. Me platicó que estudiaba artes en la ENES de Morelia y cada tanto nos fuimos informando sobre vuelos y ofertas que encontrábamos. Siempre es más llevadero cuando un proceso tan desconocido se vive acompañado. Y así, sin habernos visto nunca, comenzamos a ser la compañía que no sabíamos que necesitábamos, y que más adelante sería cada vez más necesaria.




Mis primeras semanas las pasé en un hostal económico en Constitución, uno de los barrios más peligrosos de BA, descansando y buscando departamento. Inicialmente seríamos cinco compañeras de piso, pero semana a semana rajaba una más. En este punto, nadie imaginaba que la situación mundial se complicaría. Había rumores, noticias en Facebook, memes de un posible apocalipsis zombie. Nadie lo tomaba en serio. Pasaba en Wuhan, China, donde cerraron fronteras desde el 23 de enero. Era ajeno a nosotros los latinos.

Ocupé esos primeros días en adaptarme a la vida porteña. Aun así, logré caminar mucho por la 9 de Julio, la avenida más ancha del mundo; por Recoleta y los barrios más nice de Palermo; por Caballito; Belgrano; Monserrat y por la vida comercial de barrio Once. No sabía a donde me dirigía, solo caminaba del hostal a algún sitio y de regreso. A veces visitaba un departamento y caminaba por ahí. Es hermosa la ciudad, y aunque es donde he tenido que esquivar más heces fecales en las banquetas, esas tardes recorriendo sus calles a solas permanecerán como recuerdos mágicos y tranquilos en mi cabeza.

Ximena llegó el 5 de marzo, dice haber coincidido con Macri en el avión. Se hospedó en el mismo hostal por recomendación mía y ahí nos vimos por primera vez. Es linda, de pelo oscuro y largo, con un piercing en la nariz y tiene el carácter liviano y tranquilo. Yo tenía otra amiga del País Vasco que trabajaba en el hostal, se llamaba Jone, y las tres recorrimos la Boca y otras partes del centro. Sin prisas, tendríamos seis meses para vivirlo todo.



El 27 de diciembre, en un hospital francés, ingresó un hombre de 50 años con los síntomas característicos de coronavirus, pero la fecha oficial del inicio de contagio en Europa se tomó hasta el 24 de enero. Los números de contagiados seguían subiendo semana a semana. Aun así, en pleno marzo, en el folklórico barrio de Constitución, la vida continuaba, y los rumores eran casi nulos. Xime y yo llegamos a ir a un boliche paraguayo en lo más pesado de la zona (En Argentina se le dice "boliche" a los antros). Era una bodega pintada de negro, con luces neón, donde vendían Fernet rebajado en vasos fosforescentes y sonaban cumbias toda la noche. Quizá fue demasiado imprudente que un alemán y dos jovencitas extranjeras rondaran en vestido por las calles de Consti hasta tempranas horas de la mañana, pero no lo sabíamos, y terminó siendo la única noche que salimos de fiesta. Supongo que valió el riesgo.

También continuábamos nuestra búsqueda de vivienda. No nos conocíamos, pero aceptamos ser roomies temporales y ver cómo surgían las cosas con el tiempo. Después de googleadas largas por las noches, correos y cotizaciones altísimas, apalabramos una cita presencial en un Airb&B cerca de Parque Patricios. Tomamos el colectivo hasta ahí. Desde mi primer día en Buenos Aires amé los colectivos. Son baratos, limpios, rápidos y llegas a cualquier parte de la ciudad, además sus ventanas amplias te permiten perderte entre edificios con balcones y cortinas corredizas en cada ventana, similares a las de un local comercial y cuya función desconozco hasta el día de hoy. Patagones era el nombre de la calle. Bajamos dudosas al ver la fachada y tocamos la enorme puerta verde. Abrió Marina, una chica sonriente, de cabello rubio, ojos azules y con la ropa habitual de un domingo de cruda. Ella estaba a cargo de la casa temporalmente, pues su madre estaba en Australia visitando a su hijo mayor y volvería en dos meses, supuestamente. Desde la bienvenida percibimos su vibra cálida y juvenil. Salimos del lugar muy contentas y convencidas de que ahí pasaríamos el próximo mes.

El 9 de marzo teníamos la primera junta de bienvenida para los estudiantes extranjeros. En la fila me puse a intentar reconocer los diferentes acentos de quienes serían mis compañeros: Colombia, España, Venezuela, Noruega, Francia, Inglaterra. Me pregunto dónde estarán ahora, si lograron volver a sus países o si continúan encerrados en alguna habitación de estudiantes. Intercambiamos historias y planes de viaje por el hemisferio sur para cuando terminara el cuatrimestre. Mercedes Cervero, la encargada del departamento internacional, nos dio unas cuantas indicaciones, hasta que la mandaron llamar por la puerta. Volvió diez minutos después para decirnos que esa junta estaba prohibida y que, teniendo la mayoría de nosotros menos de 15 días en el país, debíamos estar haciendo cuarentena voluntaria. Dio por concluida la junta y nos advirtió que seguramente se moverían las fechas de inicio de clases. Por un momento me alegró pensar que tendría una semana más para ir a Mendoza a conocer las montañas, o a Córdoba.

Saliendo de la Facultad, nos unimos a un grupo de chicas que irían juntas a la marcha feminista del día de la mujer, cuyo recorrido concluía en el Congreso de la Nación, un edificio con una gran cúpula y varias columnas. Mientras tanto, en México, se vivía un paro femenino histórico. Toda mujer se quedó en casa. Desaparecieron de las calles, las escuelas y las redes sociales con el objetivo de mostrarle a los hombres la sensación que tendrían si la mujer que tienen a lado normalmente, no volviera el día de mañana; de lo que sería un mundo sin nosotras. Algunas escuelas se vieron obligadas a cancelar las clases, al darse cuenta de que la mayoría de su personal eran mujeres; en ciertas estaciones del metro el ingreso fue gratuito, siendo que gran parte de las trabajadoras no se presentaron, y las pérdidas monetarias a nivel nacional superaron los seis dígitos. Amigos y familiares me comentaron lo vacía que se vio la ciudad, las conversaciones que tuvieron entre ellos, las explicaciones que daban los jefes al pedirles trabajos que no les correspondían, lo impactante y reflexivo que significó darse cuenta de que el movimiento feminista no tenía por qué ser exclusivo de nosotras y que en realidad debía competernos a todos. En mi opinión, se cumplieron muchos objetivos, y esperamos que año con año se cumplan más.



Nos mudamos a Patagones al día siguiente, un martes 10 de marzo. Dormimos tres noches ahí. La primera de me escapé a un asado en el hostal anterior, mi primer y único asado argentino. La segunda noche fuimos por birra con la Mari, la pasamos re bien hablando de cartas astrales y de sus aventuras en el Tinder australiano, pues ella vivó un año por allá. El viernes 13 a las 6 de la mañana, partimos a Puerto Madero para tomar el primer ferry rumbo a Colonia del Sacramento, Uruguay. Sería un viaje improvisado de tres días: uno en Colonia y dos en Montevideo. No había plan alguno. Llegamos a dormir una noche en la estación de autobús. Yo traía un morralito con mi cartera, un traje de baño, un cambio de ropa y un par de chanclas.

El 11 de marzo del 2020 la OMS (Organización Mundial de la Salud) calificó como pandemia el brote de contagios por COVID-19. En Argentina, la primera muerte por dicha enfermedad fue el 7 de marzo, y el domingo 15 de marzo se anunció el aislamiento voluntario, la prohibición de actividades al aire libre y el cierre absoluto de fronteras aéreas, terrestres y marítimas. Ese día nos encontrábamos en Montevideo. Uruguay tenía tan solo tres casos confirmados, pero caminar por sus calles fue el primer indicio de lo que viviríamos a partir de ese día. Muy pocos locales estaban abiertos y todos los tours fueron cancelados. De cualquier modo, pasamos un buen rato por allá, pese a la extraña sensación de intentar turistear entre calles vacías y museos cerrados. Escuchamos un grupo de malambo callejero y al menos obtuve mi foto junto a Carlos Gardel, el primer y más reconocido expositor del tango y cuya ciudad de origen es debatida entre argentinos y uruguayos, aunque Wikipedia sostenga que nació en Francia. El origen del tango, entre otras cosas, es un punto de división entre estas dos culturas de cualquier forma.



En el ferry de regreso, nos retuvieron casi una hora antes de desembarcar. Todo el trayecto veníamos con el miedo de que nos regresaran, el cierre de fronteras fue inmediato. Supimos de otra estudiante que devolvieron a México ese mismo día, porque su avión aterrizó después de las 12 pm, que fue cuando salió el comunicado oficial. Hubiera sido algo deplorable tener que pasar la cuarentena en Uruguay, mientras todas nuestras cosas permanecían en Buenos Aires, pero tuvimos que plantearnos la idea de volver al hostal de la última noche y pedir asilo a cambio de trabajo. Afortunadamente, nos dieron ingreso, y creemos que fue el último ferry al que permitieron la entrada. A partir de ahí comenzaron las cancelaciones de todo. Esa misma noche no pudimos volver en metro, pues todas las estaciones cercanas estaban cerradas. Fue muy extraño caminar en diferentes direcciones intentando encontrar transporte de vuelta y con la adrenalina de que estuvimos cerca de quedar atrapadas en Uruguay.

Las medidas se endurecieron el 20 de marzo, anunciando que habría multas a quien se encontrara en la calle sin una razón válida, como salir a abastecerse de alimentos. Los permisos serían exclusivos para el personal médico y de actividades vitales. Ese día fuimos a “El Ateneo”, un teatro hermoso que remodelaron para darle uso de librería. Caída la noche, veíamos todos los negocios con la televisión encendida en la conferencia presidencial, y la gente que pasaba se detenía a escuchar, casi como cuando juega el Boca/River. Mientras terminábamos un helado, se nos acercó un hombre que vendía plantas. Estaba desesperado.

“Por favor, chicos. Mañana no podré salir y no sé qué llevaré a la mesa para los pibes en los próximos días. Ayúdenme.”

También nos llegó un correo de Mercedes, avisando que el inicio de clases se recorrería al 13 de abril. “Son solo dos semanas”, pensábamos todos.

Los siguientes días estuvimos guardadas, desempacando y conociendo a los demás que vivían en la casa. La primera que me topé fue a “Vir”, Virginia. Alta, pelo negro, ojos azules, actitud imponente de entrada, pero que, conforme hubo más encuentros, descubrí lo linda y divertida que es. Nos hicimos íntimas del perreo nocturno. Es una chica llena de vida y de carcajadas que resonaban en cada habitación. Ella también pasaba por la casa de forma temporal. Vivía en Entre Ríos con el novio de quien recién se había separado. Venía por unas semanas a visitar a su hermana, Mari, y a procesar su separación, por lo que dormía en un colchón en el living, pero, pasadas dos semanas, al ver que posiblemente el confinamiento tardaría un poco más, se mudó al cuarto de arriba junto al nuestro. Esteban era un colombiano que llevaba tres años viviendo la vida porteña, ya estaba más que adaptado. Ojos negros, barba tupida negra, acento parcero inconfundible. A él lo mandaron a trabajar en línea y por varios días no salía de su habitación. Pero fue el primero en invitarnos a comer y convivir. Siempre muy incluyente y generoso. Cocinaba muy bien. Cuando bajaba a comer, se impregnaba la casa de un olor delicioso que me dejaba con hambre el resto del día. Yo aprendí a cocinar estando ahí. No planeaba comer diario en restaurantes ni nada, pero la cuarentena aceleró el proceso de ver por los alimentos propios. Esteban y las chicas siempre me apoyaron con mis dudas y errores culinarios. La sexta persona en la casa, era una mendocina muy dulce y atenta con todos, Claudia, quien también iba de paso por otra separación reciente. Era mejor amiga de Mari, quien le dio asilo temporal para decidir el siguiente paso de vida. Delgadita, cabello castaño-rizado, ojos marrón y piernas de bailarina. Se dedica al folklore argentino y es una genia del zapateado y las boleadoras. Conocí mucho de las interesantes tradiciones argentinas gracias a ella, en nuestras hermosas mañanas de mate e intercambio cultural. En realidad, conocí Argentina gracias a todos. Mari tocaba la guitarra de repente, y les gustaba mucho juntarse a cantar zamba y chacarera. Géneros musicales hermosísimos. Fui afortunada de tener que pasar el encierro con ellos, pues, aunque no pude conocer la Argentina en su esplendor, pude conocer una probada de su gente tan bella y llena de vida, incluso de los porteños adoptados, como Esteban. Pude notar que Buenos Aires es una ciudad para todo el que quiera encontrarse en ella.

Alberto Fernández anunciaba cada dos semanas la extensión de la cuarentena. La policía rondaba por las calles, y aunque nunca me detuvieron, siempre caminé con el miedo de que lo hicieran. Mis idas al Coto (un supermercado) se convirtieron en un evento importante y agendado de la semana.

Cada quien procesó el encierro de maneras distintas, pero, claramente, hay emociones que se contagian y que hicieron que algunas de las etapas fueran colectivas. Pasamos por todas las fases posibles, especialmente Ximena y yo: el positivismo, la indiferencia, la negación, las teorías de conspiración mundial, la desesperación, el aburrimiento que rozaba en depresión, hasta llegar a la adaptación que se convirtió en resignación y, eventualmente, en un valemadrismo más llevadero (Cuando algo te "vale madre" es que no te importa en absoluto). Nunca tuvimos pánico o compras inconscientes, pero sí hubo un punto en el que, con cualquier tos insignificante, te preocupabas internamente y silenciosamente evadías el susto hasta que el síntoma desaparecía.

Es curioso mirar hacia atrás y sentir gracia por la ingenuidad de todos. Recuerdo las pláticas de sobremesa respecto a todo lo que podríamos hacer y visitar en cuanto acabara esto. Fueron cambiando cada mes.

“En abril tienen que ir a Bariloche”

“En mayo yo creo que sí se podrá que visiten Jujuy, es re bonito”.

“En junio, ahora sí, nos vamos a Salta”.

Llegó junio.

“Ah chicas, qué lástima que les tocara vivir su intercambio encerradas en una casa. Deben volver a Buenos Aires algún día. En verdad es una ciudad con muchas experiencias por ofrecer”.

No me quejo en absoluto. Fue una cuarentena interesante, llena de aprendizajes e introspección, y en Patagones siempre nos las ingeniamos para entretenernos y pasarla bien. Las primeras semanas hicimos ejercicio juntas, las cinco chicas. Poníamos música y bailábamos por horas frente al televisor con rutinas de Just Dance versión Youtube. Hicimos postres, improvisamos canciones. Las chicas rapeaban. Después solo Clau y Vir entrenaban, después solo Vir. Yo entré a clases de chino en línea, las dejé; comencé yoga, la dejé. Leí unos cuantos libros de la biblioteca que había en la planta baja, confié a Clau el teñir de rojo mi cabello, escribí desahogos y frustraciones, probé recetas nuevas, descubrí que el pollo es delicado, pues se echa a perder rápidamente, y que debes bajar a cocinar en horas específicas, no esperar a que te de hambre, pues preparar todo por una hora, soportando el dolor de cabeza, es frustrante. Clau se compró un ukulele y los martes temprano nos despertaba melodiosamente con sus clases de canto online. Nos enseñó a bailar chacarera y Esteban nos enseñó vallenato y otros géneros costeños. Él se puso a leer el libro de “La Peste” y cada semana nos contaba algo nuevo que podría identificarnos con las pandemias anteriores que vivió la humanidad. Nos leía fragmentos o recitaba poemas. De vez en cuando tomábamos vinito. ¡Increíble que en Argentina un vino decente cueste $40 mxn! Xime dibujaba, hacía meditaciones y estiramientos, tomaba fotos y se desaparecía a ratos, recorriendo a pie la colonia. También la pasábamos muy bien en el cuarto, reíamos de cualquier cosa, intercambiábamos opiniones sobre arte, intentamos ver varias series juntas, pero todas terminaron por aburrirnos. Vir arregló y pintó su bicicleta, también le dio por reordenar los muebles de toda la casa. Era la más inquieta y claramente su lado virgo se potencializó con todo esto. Conveniente para todos, pues limpiaba más seguido que cualquiera. Mari trabajaba en un co-work, organizando fiestas virtuales que el resto de la casa podía escuchar. En las tardes de lluvia y cocina, ponía folklore argentino en su parlante azul. Hacía composta y jardinería en el reducido pedazo de tierra que había en el patio, pedazo que servía de baño para el pequeño Tinto, el gatito negro de las hermanas, el que más se ganó el amor de todos. Era super tierno y amaba mojarse. Cuando llovía, salía inmediatamente. Tenía la impresionante habilidad de brincar y abrir la puerta del patio él solo. Cuando estabas en la cocina, te veía fijamente para que le abrieras “la canishhha de agua” de la que le gustaba beber y mojar su cabecita. Cuando te levantabas a "la primera firma del día", sus patitas se apreciaban por todo el retrete. Mari decía que le gustaba tomar agua de todos lados, menos de su recipiente. Iniciado el invierno, era el mejor calentador de piernas para dormir.

Eventualmente las chicas invitaban a algún amigo a la casa, la mayoría de los de su círculo eran "Santiagueños", gente de un pueblo en la región norte llamado Santiago del Estero, cuna del folklore argentino. Pasamos noches seguidas cantando, bailando e improvisando. Tú dale una guitarra a un santiagueño y se transforma en artista inmediatamente.

Al fin comenzamos las clases virtuales y nos ocupamos un poco más, pero seguíamos conviviendo cada fin de semana. Nos agarramos una racha de viernes de perreo con birra, y sábados de comidas típicas. Hicimos choripanes, arepas, chilaquiles, molletes. Comimos locro el 25 de mayo. Cada quien vio todo el catálogo de Netflix que le pareció interesante. Escuchamos música. Nos asoleábamos con los pocos rayos de sol que entraban por las mañanas y tomábamos mate. No sé cómo Argentina tiene tan pocos contagios, siendo que se pasan el mate entre 6 o más personas. Intercambiábamos historias, curiosidades culturales, ideologías y palabras locales como: alto (chido), quilombo (problema), posta (la neta), careta (poser), pochoclo (palomitas de maíz), pibe (muchacho), escabio (beber), chabón (muchacho X2), una luca (dinero), remera (camisa), canilla (llave del agua), placar (clóset), cheto (fresa), chongo (ligue)… en fin, los argentinos y los mexicanos tenemos miles de palabras y expresiones de las que necesitamos traducción.

“¡Pero que facha traés!”, me dijo Vir una noche en la que decidí dejar los pantalones aguados y darle un descanso a la única playera que usé prácticamente toda la cuarentena, para ponerme algo lindo.

“¿En serio? ¿No te gustó?”, le dije un tanto decepcionada de que mi esfuerzo se viera criticado. Para los mexicanos, estar “de facha” es estar lo más desaliñado posible.

“¡No! ¡Me encanta!, para nosotros la facha es que vestís bien.”

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En México, por ahí de enero, la UNAM había organizado una junta de despedida para todos los intercambistas. En esa ocasión, los que iban a Argentina se juntaron para hacer un grupo de What´s App y tomaron mi número.

Recién comenzó todo, por la tercera semana de marzo, una chica escribió que se sentía muy sola y que ya no sabía qué hacer. En ese instante, le escribí y le dije que no se pusiera triste, que podría intentar ir a verla. Me dio su dirección y al día siguiente fuimos Xime y yo caminando. Todo era a pie, porque los policías revisaban permisos en el transporte público. También nos advirtieron por el grupo que habían detenido a unos chicos que intentaron pasear por su zona. Andábamos siempre con cierta paranoia, si es que llegábamos a salir.

Se llamaba Susana, venía de posgrado. Se había organizado con otras tres amigas de su facultad para rentar un departamento en Almagro, una zona céntrica y cara. Al final, cancelaron el vuelo de todas y termino quedando sola con una renta de 20 mil argentinos (6,500 mxn) por persona y ella debía cubrirlo todo si las demás no alcanzaban a llegar. Estaba muy, muy desanimada. Compramos pizza. Los rumores son ciertos, la pizza argentina es extremadamente deliciosa. Llevé fruta y vino para preparar clericot y platicamos un buen rato. Como estábamos tan llenas, hasta pusimos un capítulo de Élite y después nos despedimos. Me dijo que nos viéramos nuevamente y acordamos seguir en contacto y acompañamiento en medio de la incertidumbre. Días después, fue el primer vuelo de repatriación y, afortunadamente, Susana consiguió irse en él.

Mi celular seguía vibrando con miles de notificaciones irrelevantes o desanimantes de todos los que no lograron entrar al país y de los que sí lograron volver a México a tiempo. Ignoré el grupo semana tras semana, hasta que un día, un chico subió un video cantando con cerveza en mano y diciendo:

“Pues no tendré con quien empedar, ¡así que me empedaré solo!”

Todos lo ignoraron, excepto un chico que le escribió:

“¿Cómo que solo? Estaremos atrapados y sin conocer a nadie, pero entre mexicanos, al menos, podremos juntarnos y llevárnosla tranquila. Manda tu ubicación y ahí te caigo.”

Horas después subieron otra foto juntos. Viendo que se la estaban pasando bien, pensé, “¿Por qué no?”. Les escribí, me invitaron y llegué al departamento. Resultó que un mexicano más los había contactado también e invitó a un compañero marroquí que conoció en la junta informativa de su facultad. Todos ellos llevaban el mismo tiempo encerrados, pero no todos habían tenido la suerte de un encierro acompañado y amigable como el mío. El marroquí, por ejemplo, vivía en un monoambiente con un anciano gruñón, que le subió la renta y le prohibía salir a tomar aire y sol, aunque fuera por unos minutos. Estaba harto. Otro de ellos tenía problemas con una de sus roomies, se peleaban por la limpieza y se hacían la vida imposible. Tiempo después supimos de otro chico del grupo que tuvo un ataque nervioso y fue a dar al hospital, aparentemente por el estrés que le causo estar fuera de su país sin tener contacto humano por varios días. La mamá contactó a la embajada para saber algo de él y corrió la voz en el grupo en intento de localizarlo.

Esa noche fue un respiro para cada uno, nos desahogamos, reímos, cantamos. Conocernos fue como estar de vuelta en México por unas horas. Es lo que me gusta de los mexicanos, entre extraños podemos tratamos como amigos de toda la vida.


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Un día, Esteban nos comentó de una amiga suya que organizaba ollas populares en Lugano, en la Villa 20, que se vio afectada económicamente tras las medidas de salud y aislamiento. El encierro se convirtió, una vez más, en un privilegio de clases. Inmediatamente, Xime y yo accedimos en apoyar. Nos mandaron la dirección por What´s App y un permiso que teníamos que llenar para poder transitar ese día. Supusimos que solo se necesitaba eso para llegar. No imaginamos que, una vez en la villa, no habría direcciones sino callejones encerrados, oscuros y enredados. Ahí la vida continuaba como si no existiera la enfermedad que tenía detenido al mundo entero y causaba miles de muertes diarias, como si nos hubiéramos transportado en un portal a un universo paralelo. Las calles estaban sin pavimentar, y había reparaciones inconclusas en cada banqueta. Recibimos miradas de gente que notaba que no éramos de allí. No teníamos tarjetas telefónicas, pues no habíamos salido de la casa. Una mujer nos vio extranjeras, perdidas y bastante mensas, preguntando en cada negocio por un comedor público y una tal Laura.

“¿Quien las manda para acá sin acompañarlas? Acá los pibes son malos, las pueden robar.”

Nos prestó una llamada para que Laura mandara quien viniera a buscarnos y nos hizo compañía en lo que llegó. Cuando apareció la encomendada, la regañó por arriesgarnos así.

Para mí no fue una experiencia espeluznante, al contrario, fue un alivio salir un poco y conocer otro lado de la ciudad; otro Buenos Aires. Como estuvimos un buen rato deambulando por la villa, cuando llegamos a la olla popular ya tenían todo para repartir la comida. Las mujeres ahí no nos dejaron ayudar, nos trataron como invitadas especiales y nos alimentaron. Se portaron lindísimas. Fue muy divertido platicar con ellas y presenciar su dinámica de señoras.

“Yo tuve seis partos naturales. Ya para el sexto prácticamente lo escupís.”

“Uy, a mí la doctora me gritaba ‘¡abrí las piernas! Así como las abriste antes de pensar en lo mucho que duele’.”

“Mi marido es re celoso, ni siquiera le gusta que yo ande acá con las chicas, ¿Verdad, chicas, que me regaña?”

Señoronas todas ellas, dispuestas a ayudar aún teniendo sus propios problemas. La gente llegó, y se acabaron tres ollas enormes en hora y media. Todos pedían lo justo, siendo muy conscientes de los demás.

“Dame seis, por favor. ¡Ah no! Dame cinco, mi hijo no comerá en casa”

“Bueno, te doy seis, por si llega tu hijo”

“No, en verdad, para que alcance para todos. Si llega, ahí vemos cómo hacemos que rinda.”

Ahí entendí que la posibilidad de no salir y arriesgar a los tuyos era una cuestión de lujo o supervivencia, no había términos medios. Ya cuando regresé a México, observé una tercera posibilidad que no logré ver en Argentina: el descuido.


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El mes de prueba se convirtió en cuatro meses. Había días que se pasaban más rápido que otros. Días en los que ni siquiera nos veíamos las caras. Hubo un punto en el que el reloj biológico de todos se invirtió por completo. Dormíamos de día y vivíamos de manera semi-funcional en la noche. Nunca en mi vida había dormido tanto. Llegó un momento en el que dormía quince o dieciséis horas diarias. Xime también.

“¿Será que estamos deprimidas?” me preguntaba.

Quiero pensar que no, según yo me la estaba pasando super bien, pero sí agarramos una rutina un tanto destructiva, que nos tenía en un estado de ánimo poco positivo a mediados de mayo. En cuanto comencé a darme cuenta, intenté activarme más. Ximena también detectó sus emociones y comenzó su lucha por volver a casa. Yo tardé un rato más en toparme con la realidad de que permaneceríamos atrapadas unos meses más sin posibilidades de repatriación, pues las fronteras permanecerían cerradas hasta septiembre y los charters privados eran impagables. Las medidas continuarían inflexibles, incluso en el transporte terrestre entre provincias. Seguía un poco esperanzada tal vez y procesando muchas cosas.

Los vuelos humanitarios que ofreció el gobierno mexicano fueron al inicio de todo, en marzo, cuando aún esperábamos tener clases presenciales. De cualquier modo, era difícil conseguir lugar en esos vuelos, solo hubo tres y los lugares estaban limitados para las poblaciones más vulnerables y casos más extremos. Yo por eso nunca me frustré en querer volver. Hasta mayo. La UNAM propuso la idea de regresar en un vuelo hacia Estados Unidos. Yo tenía visa americana, así que era una opción para mí. Tomé la decisión y procedí a las despedidas. Esa semana, colapsó el internet por dos días, no logré comprar los boletos y volví al punto inicial. Esteban se me acercó después y me dijo:

“Yo sabía que no te irías aún. Lo soñé. Y en mi sueño se iban juntas”.

Me pareció interesante.

Llegó junio y todo mejoró mucho para ambas, fuimos disfrutando las cosas nuevamente.

Una noche, llegó un correo de la embajada mexicana, con la que teníamos contacto desde hace tiempo. Habría un vuelo privado con Aerolíneas Argentinas de Buenos Aires a Cancún. Inmediatamente me comuniqué con la universidad y gestioné la compra del boleto. Bajé a avisarles a los chicos entre triste y emocionada, y, minutos después, Ximena bajó con la misma noticia. En ese momento, Esteban me miró y dijo:

“¿Ves? Esta vez sí”.

Después de tantos intentos, volveríamos a casa finalizado el mes.

El día anterior al vuelo, me di una última vuelta por el parque al que iba a leer antes de que comenzara fuerte el frío. Sentí nostalgia de todo. De lo que pasó que sin darme cuenta fue mucho. Y de lo que no pasó y pudo pasar. El día que partimos, fue un coctel de emociones que me subían por la garganta. Despedirme de aquellos extraños que se convirtieron en familia fue difícil. Nos abrazamos todos, lloramos un poco, nos deseamos el mejor de los futuros y prometimos que, cuando se desate la siguiente pandemia, nos pondremos de acuerdo para pasarla juntos otra vez. Xime y yo subimos al taxi y le dijimos adiós a la casa que llamamos hogar los últimos meses; Patagones 2819. Con infinita gratitud en el corazón y guantes de latex en las manos, subí al avión para el que me tomaron tres veces la temperatura y, 17 horas después, pisé suelo mexicano, reencontrándome con mi familia que tanto extrañaba. Aún no proceso todo lo que aprendí en este intercambio tan inusual, pero sé que, si Argentina me enamoró aún desde las ventanas, cuando vuelva, sea pronto o no, terminaré enamorándome por completo.

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