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Robert Schumann y Remedios Varo


Harmony


Ejercicios de Descripción

Nuestro personaje podría ser cualquier compositor que ha existido, todo aquel que ha luchado con la multitud de ideas y la frustración de ordenarlas. Nos imaginamos a Robert Schumann, por ejemplo, quien, a pesar de ser un compositor exitoso y renombrado durante gran parte de su vida, en realidad pasó sus últimos días encerrado en el asilo Endenich para personas con trastornos psicológicos. Trastornos que, hoy sabemos, cabrían en el diagnóstico para la esquizofrenia o la bipolaridad, y que terminaron en el abandono total de su familia y amigos. También fueron el motivo de que sus últimas melodías fueran incomprendidas e inconclusas.

Imaginemos que se trata de él en esa habitación; que esa cabeza rapada con ojos caídos y mirada perdida y ojerosa le pertenecían. Esas cejas delgadas; ese rostro demacrado y triste, de finas facciones y orejas pequeñas; ese cuerpo casi esquelético y alargado, alto, siempre erguido; esas manos delgadas y grandes que parecían artríticas sin serlo, pues sabemos que, en uno de sus intentos por fortalecer sus diminutos músculos y crear independencia en los dedos, inventó mecanismos metálicos con pequeñas polainas que forzaron sus dedos. El resultado fue: limitar su movilidad e impedirle volver a tocar el piano. Imaginemos que esos pies pequeños e intranquilos, que se estiraban inconscientemente en busca de los pedales que presionaron toda su vida; que esa figura en el centro, ausente pero imponente, personifica al magnífico compositor.

Dormía en una pequeña cama adaptada sobre un librero, cubierta de un caparazón de madera del que colgaban telas afelpadas de modo que se encerrara el calor en las noches de invierno, y de la que colgaba una improvisada escalera de cuerda, por la que bajaba y subía balanceándose. En las dos puertas superiores del librero, inmediatamente debajo de su delgado colchón, guardaba todo tipo de cachivaches y basuras que iba acumulando, a las que les adjudicaba algún valor emocional inexistente. Debajo de esas dos puertas, se encuentra una repisa que contenía una serie de tratados de harmonía y otros relatos; cuentos fantásticos quizá, con los que distraía su mente de las melodías y las voces que le atormentaban algunas noches y, al mismo tiempo, le inspiraban en otras. También estaban sobre ella dos botecitos, uno relleno de litio que tomaba en tratamiento a su bipolaridad, y el otro era un perfume finísimo que solo utilizó al inicio de su internado en el lugar, cuando su esposa Clara todavía se dignaba a visitarlo junto con los niños, cuando su físico no evidenciaba tanto su decadencia mental. Hace años ya de la última visita, y el frasco perfumado acumula el polvo sobre la tapa, de modo que, año tras año, se mira más vacío y evaporado.

Después vienen dos cajones, largos y profundos, en los que guardaba la poca ropa que poseía. Cuando se internó voluntariamente, llevó un maletín pequeño, que Clara se llevó una vez que hubo vaciado las contadas prendas en los cajones. De cualquier forma, no eran necesarias, Schumann perdió cada vez más las rutinas de higiene que lo convertían en un hombre decente. Terminó usando únicamente sus prendas preferidas. Eran todas del mismo color; todas holgadas de lo grandes que le quedaban, después de tantas tallas que bajó entre enfermedades y depresiones durante su estadía en la institución: camisa café, pantalón café y medias largas color café. Disfrutaba andar en medias. Los zapatos permanecían en el cajón, junto con las demás combinaciones. Lo único de un color diferente era la bata, blanca, sucia y sin botones, que usaba en cuanto bajaba la temperatura. De vez en cuando, en alguna noche de cordura, bajaba a olfatear sus antiguas camisas o su traje de concierto, para revivir al Schumann que a la fecha personifica su nombre, el Schumann que, en ese mismo instante, seguía vivo en las calles de Europa, que sonaba en los teatros y que nadie imaginaría encontrar ahí, en ese aposento de pequeñas ventanas. Dos en cada lado de la cúpula gris que tenía por techo. Dos sobre su cama, dos sobre su escritorio del lado izquierdo, y dos sobre la puerta, al derecho. Ninguna da a algún sitio, ya que él mismo las tapó con tablas de madera. Le molestaba la luz del sol, pues dormía cuando el sueño golpeara, y vivía cuando el sueño abandonara sus ojos. Sin horarios, sin ciclos circadianos, sin luz. Así era mejor, así podía sentarse por horas en el pequeño banco de madera para trabajar sobre el escritorio. Prefería el banco de madera porque la posición recta de la espalda le recordaba a la postura para tocar el piano, por eso arrumbó la silla de madera junto al librero, debajo de la cama. Jamás la ocupaba, era un fantasma más en la habitación, uno de los dos que siempre lo visitaban: Eusebio y Florestán. Cada uno llegaba en momentos distintos, por lo que a cada uno les dedicaba un espacio en la habitación.

Eusebio, su favorito, era con quien pasaba mayor parte del tiempo, y con quien lo vemos interactuando en la imagen, en su escritorio frente a la puerta. Su escritorio de mantel amarillo y patas delgadas pero resistentes. Eusebio era quien toda la vida le ha dictado sus melodías más dulces y genuinas. Era su lado romántico y pasional. Le dictaba melodías para voz o piano, por lo que generalmente se enfocaba en la clave de sol que aparece en la pintura. Las notas las veía como representaciones de algo real o de alguno de los recuerdos de su baúl anaranjado, en el que almacenaba, en su imaginación o en su memoria, cosas que significaban algo o que deseaba tener. No tenía un lugar fijo en el suelo para ese baúl, pero generalmente se encontraba debajo de sus pies, para que, al momento de escribir y componer, con solo bajar la mirada tuviera acceso a recuerdos, anhelos, frustraciones y miedos que iba almacenando en pequeñas figuras de cristal y que lo llevaban a la lucidez. Las veía como figuras geométricas de cristal, que en ocasiones representaban una cosa, y en ocasiones otra. La pirámide con la catedral de San Basilio que no logró adquirir cuando viajó a Rusia en 1844, que vemos botada en el suelo. El cono de un gorro de cumpleaños y una figura que parecía un juguete que le recordaban a su infancia. Cubos y esferas, hexágonos y figuras amorfas. Todo era geometría en su cabeza. Según sus amigos, tenía la capacidad de representar a las personas con las melodías más exactas. Retrataba con música a la gente. Era capaz de ver la realidad en un pentagrama. Acudía a su almacén mental en aquel baúl, y junto con los dictados de Eusebio, las colocaba en cada línea. En este caso, las vemos en el mi, si, fa y en la esfera que está colocando sobre la línea de sol. También representaba la naturaleza que, alguna vez, sus oídos escucharon en los años de libertad: la flor en el sol, la hoja en el fa, las conchas marinas en re y en fa. Y hasta los sabores se le presentaban en sonidos, como el rábano, que, en esta imagen, era para él un re.

Florestán era su lado más agresivo, agitado o nervioso, y quien lo visitaba con menos frecuencia, pero nunca abandonaba la habitación. Se posicionaba al fondo del cuarto, al lado derecho de la puerta. Tenía su espacio para componer, como un barco que se abre paso en medio de una tormenta en el Océano Atlántico. Por eso, en su cabeza, frente a la silla arrumbada, en la que solo se sentaba cuando tenía días oscuros y melancólicos, había un escritorio en forma de barco de madera con base y mástil de bronce. En él sostenía ideas y más recuerdos desordenados, recuerdos que sacaba del baúl imaginario verde, pegado a la pared, en el suelo. Este baúl también era para almacenar inspiraciones de cristal, pero la diferencia era que, estas figuras eran de emociones negativas o recuerdos dolorosos y molestos; miedos, frustraciones, amarguras, desilusiones y corajes. Cuando Florestán llamaba, era para pasar horas desesperadas frente al pentagrama sobre el escritorio-barco; para luchar contra la marea, y dejar fluir las lágrimas y los sentimientos difíciles de llevar. Florestán tenía años visitándolo, y a pesar de lo duro que era con Schumann, sin él no tendríamos el bellísimo y complicado Carnaval que compuso en 1834.

También lo visitaban dos fantasmas más en forma de golondrinas: Julius, su hermano, y Rosalie, su cuñada. Ambos habían fallecido en 1833 durante la epidemia del cólera. También ellos pasaban a dictar melodías tranquilas en forma del canto de un ave, y abandonaban la habitación una vez que las dejaban rebotando en su cabeza.

El insomnio siempre fue su mayor problema, por lo que, justo a la izquierda de la entrada, a una altura elevada, pero al alcance de sus estirados brazos, en un pequeño mueble de madera, almacenaba sus licores preferidos. En la repisa más alta, se encontraban cuatro finas botellas de vidrio. Todas de tapas redondas y cuellos alargados. La primera, la segunda y la cuarta, de vidrio blanco, y la tercera, la del cuello más largo, regalo de su buen amigo Johannes Brahms, era de vidrio artesanal, quemado y rojizo. Se la mandó en algún cumpleaños, justo antes de que saliera a la luz el devastador amorío entre él y su esposa Clara. A pesar del patrocinador del obsequio y los recuerdos amargos que le brindaban verla, la botella, junto con el licor que contenía, era de sus preferidas, y la reservaba para los días de mayor soledad e intimidad. De vez en cuando, sus paranoias volvían y tenía la sensación de que, más bien, era veneno lo que Brahms le había regalado.

En la segunda repisa de ese pequeño mueble, posaban sus objetos más preciados: Una pequeña y rectangular caja de cigarrillos baratos, una pirámide de vidrio con la plaza Munster en Bonn, un rollo de papel que le conseguía de contrabando uno de sus cuidadores y una cajita con algunos de los poemas que escribió cuando tenía 7 años y estaba por definirse si su genialidad se encaminaría hacia la literatura o hacia la música. Por último, debajo de esas dos repisas, en el mismo mueblecito, hay un tubo de madera para colgar ropas y trapos que utilizaba con frecuencia. De él cuelga un mantel que solía ser blanco y ahora luce verdoso de lo percudido y sucio que está. Llevará el año completo colgado de ese pequeño tubo de madera y reposa sobre una silla roja, aterciopelada, con delicados bordes de madera y patas talladas finamente en forma de esfera y punta delineada. Semanas atrás, Schuman desbarató con las manos el respaldo, cuando, en una de sus alucinaciones, sintió el parpadeo de un ojo que, según él, lo observó durante días. “Sigue ahí, pero mientras solo me vea y no me pestañee en la espalda, puedo soportarlo” decía. También tenía otro mantel naranja, colgado del lado opuesto. Ambos manteles los usaba para cubrirse del frío.

Las baldosas de ese lado de la habitación, debajo de esa silla, eran las más descuidadas, aunque en realidad, del lado opuesto también estaban en el mismo estado. Él las arrancó para esconder mensajes hacia sí mismo, ya que creía constantemente que alguien entraría por las noches a buscarlos y leerlos. Cada mañana los cambiaba de lugar, e intentaba levantar una baldosa diferente. En esa búsqueda, descubrió un pequeño retoño de cada lado y dos raíces del derecho, resultados de la humedad. Las regaba cada mañana con la esperanza de que brotaran algún día. Las adoptó dándoles nombres según lo que él creía que serían: un rosal, un arbusto, una margarita y un árbol de mandarinas. En sus sueños, cada mañana se levanta a cortar una de las rosas del rosal y la coloca sobre un ovalado frasco con agua junto a su baúl, toma unas pocas ramitas del arbusto y las coloca en un frasco redondo junto a la rosa. El árbol de mandarinas crecería tan grande, que no alcanzaría a comer todos los frutos, de modo que, algunas pocas rodarían por el suelo. Las podemos apreciar a lado del baúl anaranjado, junto con algunas ideas de cristal botadas. El mueble imaginario a su izquierda, y el mueble de la realidad exactamente a un metro de distancia del otro. Este último era un mueble muy práctico. La parte superior tiene la función de un atril donde posa un libro de composiciones y de los dos cajones inferiores cuelgan todo tipo de cintas y utensilios que simplificaban o complicaban su proceso de composición.

Y así pasaba sus días nuestro Schumann, entre tratamientos y música; fantasmas y dictados; aves y mandarinas; olores y figuras de cristal; entre la realidad y la ficción. En esta imagen faltarán tan solo unos meses para que se le diagnosticara sífilis, enfermedad de la que morirá en 1856 de tan solo 46 años. Tan joven, tan brillante, tan enfermo y tan solitario, aquella sombría habitación.

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